He vuelto al principado “ventinosecuantos” años después de aquel fin de
semana en el que traté de deslizarme por primera vez sobre la nieve. El motivo,
asistir a un “euroencuentro” de personas mayores, concretamente de jubilados de
cajas de ahorros y entidades financieras, en su vigesimoséptima edición. Unos
doscientos y pico, entre portugueses, unos pocos franceses y algunos alemanes
y, sobre todo, españoles entre los que destacaron el grupo canario y el de los
antiguos empleados de la desaparecida CAM.
Es un encuentro mixto, donde predomina el componente turístico, pero en el
que cabe tiempo para la reflexión y el debate, en esta ocasión sobre la brecha
digital y la exclusión social que genera especialmente a las personas mayores.
Se expusieron algunas experiencias —a destacar las actividades que Cruz Roja de
Barcelona realiza— y se concluyó elevar a Bruselas la preocupación por el hecho
de que no se haya aliviado esta circunstancia que aleja a estas generaciones de
los servicios, cada vez más, en los que es imprescindible la conexión por
internet. En este sentido, se barajaron cifras alarmantes, especialmente en el
caso de las mujeres y de los jubilados residentes en zonas rurales, que no
animan en absoluto.
Y uno no puede dejar de recordar cuando en la década de los 90 del pasado
siglo la Obra Social de la Caja del Mediterráneo —entre otras entidades del
sector en España— programaba talleres de acceso a la informática para personas
mayores. Un cuarto de siglo después no parece que nadie haya recogido este
testigo y se siguen incorporando a la mal llamada tercera edad gentes sin la
necesaria formación para poder pedir una cita médica, mantener una charla con
un familiar a través de una pantalla o navegar para conocer otros mundos.
Por lo demás, Andorra sigue en la brecha pirenaica ofreciendo a los
visitantes al menos tres estímulos: el observar y disfrutar de la naturaleza,
las compras y los escasos vestigios románicos.
Los parajes boscosos allí siguen —dicen que hasta está prohibido talar un
solo árbol, y que la madera que necesitan la importan—, aunque los espacios
agrícolas de las laderas van siendo mermados por proyectos constructivos, y los
pocos que restan en su mayoría aun los dedican a plantar tabaco —y por ende,
también importan toda la fruta y las verduras—.
Las compras, ya se sabe, al amparo de sus condiciones fiscales benevolentes,
atraen a los visitantes y han hecho crecer la oferta comercial sin que parezca
que haya límites para ello. (Un paréntesis: es inconcebible para este ciudadano
europeo que se permita a un país no integrado en la Unión usar su moneda, pero
haciendo trampas fiscales; sólo parece entenderse por el hecho de disponer de
dos jefes de estado, uno de ellos obispo, otra trasnochada situación).
Y del románico, pues vestigios, y algunos difíciles de ver, pues las
pequeñas iglesias no siempre están abiertas. Lo que no son pequeñas son las
grúas, elevándose en el centro de las zonas urbanas y en las laderas. Me
dijeron que si quería ser residente andorrano sólo tenía que invertir 600.000
mil euros, así que la vivienda se ha puesto —nunca mejor dicho en este caso
dada la altura media del microestado— por las nubes.
En fin, que brechas no hay solo una. Y aquí, a partir de hoy con el
resultado de las elecciones (cuando escribo estas líneas, lo desconozco) seguro
que habrá bastantes más.
Artículo de Toni Gil publicado en Hoja del Lunes el 29/5/2023