Lorencito fue el único varón de una
familia en la que, cuando él vino, ya había cinco niñas. Tardío pero acertado,
el pequeño pronto se convirtió en el juguete preferido de sus hermanas; mimado
por seis mujeres, el cúmulo de atenciones recibidas sería una perdición para el
pobre vástago. El niño creció e hizo su
primera comunión vestido de blanco: camisa y corbata albinas, librito
recordatorio con tapas de nácar y crucifijo bañado en oro; una roja Cruz de
Santiago resaltaba sobre la blanca chaqueta. Desde la celebración del rito
sacramental, del cuello del muchacho colgaba siempre la cadena con su cristiana
cruz.
Poco tiempo después de recibir la
Eucaristía las madres decidieron inscribir al alevín en el colegio de los
Trinitarios Descalzos; el primer día de clase fue un pequeño drama para el niño:
ante su numeroso alumnado, la Orden de la Santísima Trinidad imponía una férrea
disciplina. Aquello no le gustó a Lorencito, que volvió a casa diciendo que no
volvía con los frailes; por más que las madres insistieron no hubo quien bajara
del burro al niño, así que le buscaron sitio en una pequeña escuela
aconfesional y, para no descuidar el aspecto religioso, lo inscribieron también
en el movimiento local de Acción Católica. Siempre con su cruz colgando, al
salir de clase el alevín solía ir al local de la Asociación, donde jugaba al
ping-pong con los demás chicos; la mesa de tenis, situada en medio de la sala,
dejaba libertad de movimientos a los jugadores para recibir y devolver la
pelota con agilidad. Vigilante, sobre la pared del fondo se elevaba una gran
imagen de Cristo crucificado, bajo el que aparecía la inscripción latina In
hoc signo Vinces, el símbolo de la cruz que adoptara el emperador Constantino I.
Lorencito acudía semanalmente
a la ermita de Nuestra
Señora de Loreto, donde el movimiento católico celebraba su Sabatina; allí los
jóvenes hacían ejercicios de recogimiento espiritual para evitar las tentaciones
y mantener la pureza del alma. Lo cierto es que en esa edad la llamada de la
carne era imperiosa y al mocito le resultaba difícil conciliar exigencias de
cuerpo y espíritu: por más que se esforzara, los intentos de compaginar fe
divina y vida mundana parecían condenados al fracaso. Ni La Esencia del Cristianismo
de Ludwig Feuerbach y su teoría de la alienación, ni El Misterio de las
Catedrales del enigmático Fulcanelli, ni las inquisitivas preguntas hechas en
el Oficio
divino de los sábados resolvieron el dilema del atribulado muchacho que, finalmente cogió
la calle de En medio, eligiendo la más fácil y placentera vida pecaminosa.
Consecuente consigo mismo, Lorencito dejó
de llevar su cruz colgada del cuello, pasando a cargar con ella a
cuestas.
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